En el siglo XIX, cuando comenzó la revolución
industrial, se produjo un cambio económico que potenció la necesidad de mejorar
para proporcionar lo suficiente para cubrir las necesidades básicas de las personas.
Robert Owen, filántropo, tenía un gran interés por el bien común de la sociedad.
Gracias a él, los niños comenzaron a ser educados y escolarizados.
Todo esto además de la
labor social, buscaba un aumento de la productividad de los trabajadores. Creó
las primeras escuelas de párvulos, las de primaria ya existían y los niños
acudían a ellas al finalizar la jornada laboral.
Sus principios eran que
el niño fuera a la escuela lo antes posible, y que los estudios se centraran en
la lectura, la escritura y el cálculo. No era una atención educativa
obligatoria.
Owen planteaba mejoras
sociales, presentaba salidas a la crisis proporcionando alternativas por medio
de la educación.
Mantenía que el niño no
tenía que aprender desde pequeño, si no encuadrarlo en un ambiente adecuado con
actividades de ocio con las que pudieran aprender las cuestiones básicas.
Samuel Wilderspin, seguidor de Owen, realizó con el aprendizaje de
este último, un manual que recoge los objetivos de las escuelas de infantil, lo
cual tuvo un gran impacto en otros países.
Owen mantenía que no era
necesario enseñar religión, ya que el niño distinguiría el bien y el mal a
través de su desarrollo. Fue un adelantado en su tiempo, era un socialista
radical (impulsó la creación de los sindicatos). Fue perseguido por la iglesia,
e impulsaba la igualdad de derechos entre hombres y mujeres.
Wilderspin fue
implantando por otros países una serie de escuelas basadas en la idea de Owen.
Plantea que el castigo
corporal no es aplicable en la educación, al igual que la educación no puede
focalizarse solo en los libros, necesitan algo que les motive, que les haga
felices.
La difusión del modelo de
Owen llegó a España y a Francia. Con Wilderspin la infraestructura de la
escuela cambió, ya no se daban las clases en naves, si no que eran
edificaciones tipo casa.
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